Tertulia ganchillera

En el corazón del barrio, donde las calles se llenan de risas y el aroma del pan recién horneado se mezcla con el canto de las aves, se celebraba la tertulia ganchillera. Cada sábado, un grupo de vecinas se reunía en el patio de Doña Rosa, una mujer de pelo canoso y manos siempre ocupadas. Con su ganchillo en mano, era la maestra de ceremonias de esta tradición que unía a generaciones.

Las sillas de colores vivos, estaban dispuestas en círculo. En el centro, una mesa repleta de dulces caseros: alfajores, pasteles de manzana y empanadas. La señora Chabela, con su voz melodiosa, contaba anécdotas del pasado mientras tejía un chaleco para su nieto. Las risas resonaban entre los muros, mezclándose con el suave tintineo de los ganchillos.

Calabazas de ganchillo

El ambiente era cálido y acogedor. A veces, llegaban nuevas vecinas que traían historias frescas y ganas de aprender. Doña Rosa siempre tenía un ovillo extra para compartir: «Nunca está de más enseñar a otra», decía con una sonrisa.

Mientras los hilos se entrelazaban, también lo hacían sus vidas. La señora Clara compartió cómo había superado una enfermedad con la ayuda de sus amigas del barrio; mientras que la joven Valentina confesó sus sueños de viajar al extranjero. Las historias fluían como el café que nunca dejaba de servirse.

Al caer la tarde, cuando el sol comenzaba a ocultarse detrás de los edificios, las vecinas se despidieron con abrazos y promesas de volver la próxima semana. La tertulia ganchillera no solo era un espacio para tejer; era un refugio donde las preocupaciones se desvanecían entre risas y ovillos, recordando a todas que juntas eran más fuertes.

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